(Clasificación C // Rated C)
Bien sé que los amantes invocarán todos los casos de
excepción,
pero la estadística es cruel: refuta nuestra poesía.
Rougemont,
1979
En el siglo
XXI, el amor parece un concepto tan complejo y de magnánimo valor que resulta complicado y difícil de comprender. Tratar de definirlo sería una tarea muy
exhaustiva e incluso hasta imposible de concretar. La principal causa de esto
es, quizá, la historia tan inexplorada de este concepto y la estructura tan
desconocida de su estado actual. Evidentemente, la segunda es —para algunos
trivialistas— más interesante aunque también más improbable de conocer;
mientras que la primera, por ser histórica y estar documentada, es más fácil de
estudiar y, por ende, está más a nuestro alcance.
Los griegos, por ejemplo, entendían
el amor de una manera tan peculiar y tan concisa que la generación del millenium no logra comprender.
Generalmente, creemos —más por ingenuidad que por malinterpretación— que todo
el amor griego era ‘amor platónico’, que no hubo otras teorías anteriores o
posteriores a dicha filosofía. Desprestigiamos, así, los más de quinientos años
anteriores a Arístocles de Atenas. Peor aún, la mayoría ni siquiera sabemos con
exactitud a qué se refiere el filósofo cuando en El Banquete describe el amor con las palabras pasión, cariño y amistad.
Para los griegos, el amor no era —como
lo es para nosotros— un concepto, sino un fin; el fin último de cada individuo,
mediante el cual llegarían a la (auto)realización plena como seres humanos. No
en vano la exaltación rotunda de Afrodita y las constantes alabanzas a Eros.
Desde Philia hasta Agápē el amor es la perfección total de
un individuo con relación a otro ser, ya sea humano o deífico; es decir, la
perfecta concreción individualista que permite la interrelación.
Por otra parte, dando un salto muy
atrevido, la civilización medieval construyó su propia definición de este
vocablo; ésta era un tanto diferente aunque no muy alejada a la que tenían los
griegos. Las posturas del medievo ante el amor eran muy variadas y numerosas,
no obstante, es más fácil clasificarlas dentro de un sólo bloque: el amor cortés.
Durante este período de caballería,
el amor no era más finalidad que honor. A diferencia de los griegos, los
caballeros de la Edad Media entendían el amor más como deber que como placer,
pues éste último lo obtendrían —en consecuencia y recompensa— a través del
cumplimiento de su deber. Ésta era una lógica muy simple, tan simple que no la
podemos comprender; cuestionamos los objetivos y los términos de dicho fallo,
olvidando su premisa inicial: la cortesía como base del amor.
En general, se descartó el amor
filial e incluso el amor cristiano —aunque con ciertas excepciones, sobre todo,
en la fase temprana de esta época. Así pues, toda relación interpersonal se
basaba en el respeto, la amistad, la amabilidad, el acatamiento, y demás
cualidades humanas —acaso sentimientos y valores— tanto positivas como
negativas; sin embargo, ninguna estaba regida por el amor, éste era exclusivo
para las relaciones pasionales entre hombre y mujer.
Esta última sentencia se acerca
mucho a la concepción que siglos más tarde construirían los románticos, al
determinar —con cierto enfoque fatalista— que el amor verdadero se refiere al
amor pasional, y que éste no se satisface sino con sacrificio y sufrimiento. No
obstante, es evidente que este nuevo amor
no es una extensión de la caballería, sino una mejora de ella.
En primera instancia, pareciera que
el amor cortés y el amor romántico fuesen similares, ya que comparten el
principio de limitación pasional. Empero, para el romántico, la realización del
amor no es un deber ni un honor; es, por el contrario, un privilegio. El
medievo califica al amor como el comienzo del éxtasis; mientras que el
Romanticismo lo declara su decadencia.
Desatinadamente, reputamos que los románticos son trágicos y funestos, que les apasiona el amor imposible, que prefieren
la prohibición de sus romances a su liberación, que incansablemente persiguen
el amor con intenciones nulas de alcanzarlo. Lo que es más —y aún peor—, hemos
asignado a Shakespeare la tarea de explicarnos por qué, para los Románticos, “el
momento de la muerte es como el pellizco de los amantes, tan doloroso y tan
deseado.” (Shakespeare, 1606, Antony and Cleopatra:
Acto 5, escena 2). Creemos, entonces, que es el dolor en sí y no el amor
propiamente lo que define su concepto de amor. Esto no es menos que una
equivocación fatal.
Lo que nos es tan difícil de
comprender es que, en el Romanticismo, la culminación del amor no era un evento
aislado —ya el matrimonio, la copulación, o el beso decisivo al final de la
aventura—, sino un proceso integral y progresivo. Por ello, entre más
dificultades encontraran para obtenerlo, más valor cualitativo tendría. Es
decir, la cantidad de sufrimiento que pudieran soportar era equivalente a la
calidad de placer que podrían disfrutar. Así, la constante presencia de un
dolor inexorable aseguraba la promesa de un amor interminable.
Hemos
hablado ya del Imperio Griego, de la Edad Media y del Romanticismo; sin embargo,
podríamos seguir nuestro recorrido histórico por la Dinastía China, el Imperio
Egipcio, el Imperio Maya, el Renacimiento, el Barroco. En fin, la lista de
civilizaciones es extensa, y cada cultura en diferente tiempo y geografía posee
una conceptualización propia del amor —en algunos casos, un equivalente o una
aproximación a este concepto. Lo cierto es que ninguna subsiste en nuestra
percepción de dicho vocablo; nos es tan ajeno ese amor antepasado que algunas
veces los llamamos sabios y otras tantas los juzgamos de arcaicos —refiriéndonos
a su amplia o limitada capacidad de razonamiento y conceptualización en que los
tenemos.
Otra certeza, acaso imposición
infausta más no suposición precoz, es la persistencia de sus relaciones y la
seguridad con que éstas se presentaban. Todos ellos claramente comprendían —cada
quien a su estilo— lo que era el amor y lo que éste representaba; sabían que
conseguirlo era un proceso muy complejo de acciones y actitudes, sabían en qué
consistía dicho proceso; estaban convencidos de que era posible encumbrar el amor
y, aún más, conocían los medios para lograrlo. Contrario a esta postura,
nosotros concebimos el amor más como una idea que como un proceso, nos parece
un estado humano inalcanzable, no sabemos dónde está ni en qué consiste, no
sabemos siquiera dónde buscarlo o cómo describirlo, y —para nuestro colmo— ni
siquiera sabemos si en realidad existe.
Consecuentemente, la causa de que
nuestras relaciones sean tan deficientes y ‘abiertas' no es el exceso
extravagante de tolerancia y respeto ni nuestra mala interpretación de la
libertad sexual ni la evolución de nuestras pasiones y amplitud de nuestros
fetiches, sino el olvido en que tenemos al amor y la incomprensión de un
concepto actual para este vocablo, provocado gracias a la falta de significado
que nos produce escuchar tal palabra. Ésta es, para la generación del milenio,
una palabra tan compleja y enigmática que se vuelve imposible de descifrar. Es
un signo tan vacío de significación que, para evitar comprenderlo, le restamos
toda importancia inter e intrapersonal.
Aunado a esto, la inclusión de
nuevos valores a nuestra vida moral, tales como la igualdad de género —la cual
es, más que una fusión, una confusión del papel que juegan las parejas en la
relación—, el feminismo, la abstinencia matrimonial, la homosexualidad, la
bisexualidad, (la trisexualidad, transexualidad y demás sexualidades emergentes), el cambio e intercambio de roles entre hombres y mujeres han
provocado que encontrar una pareja y mantener una relación sean ejercicios cada
vez más exigentes y difíciles de concretar. Es decir, se vuelve más complicado
el proceso de concordancia entre individuos y, por consiguiente, es más difícil
alcanzar la estabilidad y perduración de las relaciones.
Esto ha ocasionado una
transformación abrupta de nuestros métodos y procesos de interrelación, razón por
la cual todos nosotros (hombres y mujeres nacidos a partir de 1980 en adelante)
establecemos relaciones sin enamorarnos; tenemos sexo sin involucrar
sentimientos, formamos acuerdos por conveniencia, cuestionamos el matrimonio y
hacemos matrimonios sin fundamento, proponemos matrimonios morganáticos, profesamos
el noviazgo poligámico, creamos relaciones abiertas y libres —es decir, sin
sentido ni responsabilidad—, consideramos las segundas oportunidades,
inventamos el divorcio, nos tornamos individualistas, egoístas y traidores. De
una u otra forma, en mayor o menor medida, todos somos, como dijera Rougemont
en El amor y Occidente, “malcasados,
decepcionados, sublevados, exaltados o cínicos, infieles o engañados: de hecho
o en sueños, en el remordimiento o en el temor, en el placer de la sublevación
o en la ansiedad de la tentación, hay pocos hombres que no se reconozcan en al
menos una de estas categorías.”
Luego, entonces, considerando la
estructura de nuestras relaciones, el amor acaba siendo un elemento innecesario
en nuestro desarrollo interpersonal; le restamos toda importancia y creemos no
necesitarlo para entablar nuestras relaciones: ya no lo necesitamos para
casarnos o juntarnos ni lo necesitamos para intimar con nuestra pareja, no lo
necesitamos para tener sexo ni lo necesitamos para soportar dormir en la misma
cama que otro individuo, ya no lo necesitamos para vivir con alguien durante
más de cuarenta años ni lo necesitamos para disfrutar los inmensos placeres que
nos ofrece la vida, aún más, no lo necesitamos —en absoluto— para vivir.
En suma, no
tenemos un concepto establecido de qué es el amor y no poseemos una noción real
de lo que esto implica, tampoco sabemos cómo generarlo o dónde buscarlo y ni
siquiera tenemos la necesidad de hacerlo. Por ello, lo único que podemos hacer
es idealizarlo, creer en él o descreerle, imaginar que existe ya en la realidad
ya en nuestros sueños, y confiar en que sí significa algo aunque nosotros no lo
sepamos.
Podemos decir entonces, y a modo de
conclusión, que, al no ser un elemento necesario
para
establecer y mantener nuestras relaciones humanas (de pareja), el amor se ha
convertido en un deseo supremo,
perfección de ensueño y utopía —en la mayoría de los casos— irrealizable.