(Clasificación B // Rated B)
Para atender
formalidades protocolarias, debería dar razón de algo ―de cualquier cosa―, lo
que fuera estaría bien mientras fuese un argumento sólido conciso macizo;
incluso una simple justificación de motivos resultaría adecuada o, cuando
menos, atinada. Debería, también, explicar lo que habré de escribir, mas
prefiero que usted lea; si gusta explicar o no, será su decisión, no la mía. Y,
dado que la importancia mayor recae en su lectura y no en mi escritura,
reservaré los argumentos y la estructura lógica para cuando esto llegue a sus
manos (o a sus ojos... o, mejor aún, a su mente). Así, con lujo de reserva y
sin sentido alguno para hacerlo de tal manera, escribiré, pues, sin razones ni
explicaciones.
Podría, quizás, acechar el manual de
Eco y acertar a escribir algo que valga ―ya no la pena, sino al menos― el
tiempo. No obstante la actual presunción, esto ni es una tesis doctoral ni
intenta ser siquiera un ensayo semestral de licenciatura. Dedicaré, pues,
nuestro tiempo (suyo y mío, respectivamente) a pensar; no al simple cálculo
mental de situaciones y contextos ni a la tediosa organización de pensamientos
consuetudinarios, sino al pensar en sí. Con pensar
me refiero a la continua relación de ideas, tanto las fijas y clásicas como las
vagas y nuevas (estas últimas, vaya, son las mías).
Para no seguir cantinfleando y pasar
directo al plagio ―y, después, al cuchareo―, habré de advertir el objetivo de la
presente publicación, la cual rechaza por completo la vanidad de la crítica y
la simpleza del saber. En sustancia, el único y sincero fin de escribir ―y de
leer― estas palabras es constar una prueba, por nimia que ésta resulte, del
pensar auténtico y, por lo tanto, del sentido inminente de las cosas ante una
realidad.
Entremos, pues, en materia.
John Milton
escribe ―como escriben muchos otros― sobre la espalda avenida de Eva, sobre sus
espesos muslos, sobre sus ramas lisonjeras que a cada gota de Adán van regando
semillas de placer. El autor escribe como si la hubiese conocido, la describe
como queriendo conocerla. Uno se pregunta si, como Beatrice Portinari para
Dante Alighieri o Laura de Noves para Francesco Petrarca, Eva encumbró toda
idealización femenina ―acaso divina o incluso deífica, nunca se sabe― que para
John Milton representaba no ya la mujer en sí, sino el sentido orgánico del
universo, el motivo inclemente de Natura o, por más simple, la absurda teodicea
de Dios. En este sentido, la intermitente ignominia de Mary Powell, Katherine
Woodcock y Elizabeth Minshull no inspira (ni refleja) en absoluto la imagen
generadora del escritor. De pronto, pareciera que la rectilínea realidad, por
más que lo intentase, no puede alcanzar las secuencias zigzagueantes de la
imaginación, como si el deseo fuera un simple artilugio creativo y no una
necesidad percibida.
John Milton también escribe ―como
escriben otros muchos otros― sobre el cuerpo humeante de Satán, sobre su
amorfismo antropomorfizado, sobre sus pálidos lampadarios de tristeza y encono
cuyos pedestales retiemblan con sendos augurios del Poeta Supremo. El autor
escribe como si hubiera mutua identidad, lo describe como describiéndose a sí
mismo. No obstante su genialidad, esta empatía no sólo hacia el ángel caído,
sino también hacia el mal en general ―entendiendo aquí mal como ese reino de azoro y perpetuidad que plantea Milton― es
una constante desde la dubitación teológica tras la invención de Dios ―ese
Dios omnicomprensivo en quien creía Milton, no el Dios menesteroso en quien
nosotros no creemos. Por momentos, parece que esa afición por el infierno y su
maldad no germina de la inconformidad literaria, sino de un inconformismo
humano por más ecuménico y, a decir de nuestra humana verdad histórica,
bastante connatural e innato, casi llegando al adjetivo instintivo.
Asimismo, John Milton, en su texto Paradise Lost, cae en constante recurrencia
al uso ―por no decir al abuso― de
dicotomías preestablecidas, por ejemplo Eva-Adán, Infierno-Cielo, Satán-Cristo.
Algunas otras, en forma mucho más innovadora, las carga de un sentido profundo
y recóndito, acaso arcano, el cual aparenta suma lejanía con respecto del
significante definido (es decir ‘lo
significado’ o ‘lo que se significa’, esto desde una perspectiva lingüística
estructuralista Saussureana), aunque no por
ello las presenta menos motivadas. Ejemplos de esto último son: Creación-Autarquía,
Poder-Deber, Deseo-Lenguaje.
Tales dicotomías están presentes a
lo largo del texto de Milton, pero jamás se vislumbra cuál es el opuesto del
Edén. Al parecer, Miguel conduce a nuestra estirpe hacia un páramo desolado
cargado de incalculable miseria e infortunio transfinito, un llano cansado y
mustio tan lleno de nada, un abyecto matusalén desvencijado tan fatigado y
disperso como los dedos decrépitos del capitalismo; sin embargo, a pesar de los
análisis literarios tan rigurosos ―y exagerados en
el sentido de remarcar en insistente demasía tal relación de opuestos; en
esencia, la exageración incide en la cantidad de ensayos dedicados a dicho
asunto y en la pedantería, o fatuidad, de sus argumentos (en absoluto distantes
de los míos, por cierto)―, esta campiña
indómita destinada al exilio y la amargura no es el opuesto del Edén, sino sólo
una excedente plétora de arrestos contra la humanidad y su futuro hado fatal
nacido como resultado de la mundana batalla mas no como contraparte del campo
de pelea. El Edén, en cambio, es más un concepto que un lugar, es más un qué que un dónde, es, en fin, y en suma, más idea que estado. Más allá de una
consuetudinaria oposición binaria, se esculpe en tinta polícroma una
triangularidad sonora entre la imagen celeste, la infernal y la rugosa atópica
del Edén.
Otro concepto que tampoco tiene
opuesto en el texto de Milton es el Creador. Por ningún motivo uno debe dejarse
engañar si algún incivil y descarado intenta convencernos de que el tan mentado
y célebre Satanás es la antípoda antonimia de Dios. De hecho, si algún
antitético adversario tuviera Lucifer, éste sería el reticente Cristo... tal
vez también podría ser el apócrifo Adán... o el deshonroso Miguel... o el
incorruptible Gabriel... o, incluso, hasta el réprobo pasional de Abdiel... o cualquier
otro, o muchos (para mejor decir), pero no el Gerente de la Gloria. Esto último,
por supuesto, a nadie le interesa; sin embargo, es inevitable notar esa
ausencia de contrarios en ambos casos: Edén y Dios.
La cuestión militar de los bandos
nacionalistas ―acaso imperialistas― de los ángeles buenos contra los ángeles
endemoniados ―porque no malvados―, de los esclavos contra los deportados, del
sistema político bipartidista antidemocrático, no lo abordaremos por ahora ni
por después ni, espero, por nunca jamás de los jamases. ¿Qué nos importa, pues,
el sentido social de Milton en su obra? Tal vez mucho, por eso hay tantos
ensayos y tesis en torno al tema (al tema de la dicotomía entre el bien y el
mal, no al de la postura sociopolítica de John Milton), por lo que resultaría
inútil, inclusive absurdo y redundante, retomar el tan gastado discurso líquido
del Paraíso Perdido. Sin embargo, por razones personales y pretextos ajenos
(porque, si no, nunca acabo de escribir esto), y además para compensar la
evasión de ciertas temáticas, escudriñaremos a fondo la imagen aislada tanto
del diablo ingente como de la concupiscente diva primigenia.
Por una parte,
el sumo mandatario de las fulgurantes llamas es una proyección intelectual,
sentimental, emocional, espiritual y metafísica del propio ser humano que lo
conceptualiza. No atiende convencionalismos rigurosos ni entiende cualquier
tipo de acuerdos sociales; en tanto sea un ímprobo acoplamiento de valores, de
creencias, de juicios y prejuicios, de ideas preconcebidas, de supuestos
teológicos, de opiniones infundadas, y de moralejas agrupadas en un gran mito
antepuesto al orden correcto de la creación, el concepto rey de las tinieblas seguirá siendo una honda construcción
individual. Este término, por
cierto, tiene una carga sarcástica ―si no es que hasta irrespetuosa y
vilipendiosa―, puesto que no puede ser amo y señor de la oscuridad y de las
sombras si en origen él es el eminente operador de la luz, el todo hecho de
brillo y beldad, el gran endiosado por el alto resplandor del cielo, la verdad
y la belleza. Si algo domina mejor que la luz, es la inteligencia, sino es que éstas
son la misma cosa.
Hay un montón de literatos ―sí, la
expresión es intencional, for too serious is too much, and too monolingual is
too few― que comparan a Satán con el autor. ¡Novatos! ¿O he de decir ¡Ingratos irrespetuosos, desgraciados
igualados!? Si Juan Milton pudiere ser comparado con sus propios
personajes, él habrá de ser Dios, el Padre. Como sea, para evitar ofensas (en
cualquier dirección), pasaremos por alto el criterio contextual para este
análisis.
En realidad, el decano del averno,
en Milton, se acerca más a la concepción de Santo
Ángel que comprende Lorenzo Partida
que a la de Padre Adoptivo de Charles
Baudelaire. Por un lado, el Santo Ángel
de Partida es un ángel caído ―descripción directa que retoma de Milton―,
ahogado en tristeza eterna, extrañando con memoria melancólica el alto cielo al
cual pertenece de origen, como anciano vagabundo añorando su niñez sólo por su
casa con cama limpia, comida fresca y calefacción automática y no precisamente
por el desdén de su padre. El Luzbel de Partida no es émulo enemigo del Creador,
ni lo odia ni lo pretende destronar; en efecto, él desea con vehemencia posarse
junto a Dios y reinar a su lado, andar en universo y dimensión juntos de la
mano con perfectas decisiones en armoniosa pareja, ser el cuarto ente para emparejar
a la trinidad. El gran obstáculo entre ambos es el conflicto de intereses
propiciado, en gran medida, por la obstinación del uno y la contumacia del
otro. Por otro lado, el Père Adoptif de Baudelaire se apega al camino del crimen desenfrenado
y la perpetua villanía, es el Hereje Rebelde que propone De la Borbolla, el
sado-maquiavélico primogénito del Señor quien, como Caín, no entiende ni acepta
que su padre exprese preferencia por el hermano bastardo hijo de la esencia y
no del saber, hijo de la carne y no del amor, hijo de mujer y no de luz. El amo
subterráneo, el científico del subsuelo, en términos Baudelaireanos, es el
sabio supremo... y Dios, pues, es sólo la errata inédita.
Para Milton (como para el director
mejicano Ismael Rodríguez ...comparemos aquí ―sí, aquí, en este paréntesis― a
los ángeles subordinados en Paradise Lost
de John Milton con los demonios infernales en Autopsia de un fantasma de Ismael Rodríguez: el dignatario de los
cielos, más allá de ser creador, es regente y rector de todo ser sobre (o bajo)
el universo; todo ente vivo o inanimado existente, ora en los mundos ora en los
cielos ora en los infiernos, le debe sumisión, respeto y sobre todo obediencia―En
Rodríguez, Dios ordena a los diablos hacer el mal; en Milton, Dios es el éter
alquímico, la fragante esencia, alma intravenosa de todo ser, ánima inherente
de todo cuanto habita en su vasta gloria, creación o alcance...), Satán es un
cadete más en las líneas divinas, es un simple soldado raso desfilando entre
las tropas celestiales, un obrero más. La característica que lo diferencia de
sus compatriotas empedernidos es la insubordinación (además, agradecemos que
haya sido Rodríguez y no Milton quien concibió la brillante idea de erigir un sindicato
de ángeles y demonios).
Otro interesante dato compartido
(esta vez con Dante... no como acaso
estará pensando de La divina commedia, sino del tan manoseado tratado de
lenguas vulgares) es el lenguaje. Si,
como plantea Plutón, el idioma de Satán es aquel del Pape Aleppe, no hay razón valiosa para creer que la lengua del
infierno sea distinta a la del cielo, ya que todos los ángeles caídos cayeron
―valiendo poco la redundancia― del mismo cielo donde habita Dios porque antes
fueron ellos mismos ángeles ―ahora sí importando lo redundante de mi redacción―
y, si al caso habrá cambiado, lo que se habla es una variante dialectal un poco
menos aspirada y quizá más aglutinante. Hay muchos otros detalles inquietantes
que se pueden abordar (y comparar con otros autores), pero, como además ni soy
bueno en esto, no sabría cómo hacerlo de manera correcta de todos modos.
Por otra parte,
la mujer del Edén es una fantasía, un simple sueño, una carga inexistente de
utopía traída a fuerza de esperanza y voluntad a la consciencia masculina
―porque ninguna relación tendrá con la mujer, y si la tiene, ésta será en
demasía distinta a la (o las) que pueda formular ahora― cuya intención es un
básico deseo animal lejano a toda racionalización de la realidad. Eva es, como
expresara Jodorowsky, una idealización pura del mismo Arquitecto Supremo
―porque no de Adán― y por cuya razón se encuentra más allá de la propia
divinidad del éter celestial. Adán es una copia vil del Gran Señor en todos
aspectos: fisiológico, intelectual, espiritual, sentimental y metafísico. Por
contrariedad, Eva es una proyección idealizada del mismo Creador: ella es todo
lo que él no tiene ni es pero desearía poder alcanzar, ella es todas las
cualidades que él imaginó contenidas en un sólo ser, ella es el cuerpo complejo
y la mente ideal, es el ánima simple y el corazón de ensueño, es todo eso que
él no pudo ser, es todas sus ambiciones vitales y todas sus expectativas
existenciales, todas sus más profundas esperanzas y confusas voluntades
reunidas, todas sus fantasías íntimas entremezcladas, todo lo bueno, todo lo
mejor, es el mismo Dios pero sin tantos errores naturales.
Tomemos dos puntos de comparación:
1) La Mujer de Antonio Plaza, y 2) El Hereje Rebelde de Óscar de la
Borbolla. Ambos textos, como el de Milton, relatan el pasaje de los primos
humanos dotados de vida, cuerpo y consciencia ―como
descubre Lorenzo Partida en cierto pasaje teológico, no hay necesidad alguna
para creer que Adán y Eva fueron los primeros seres humanos creados por el Jefe
universal, pero sí ―muy probablemente― fueron los primeros dotados de
consciencia y pensamiento.
El primero, de Plaza, establece la
maravilla de Eva como algo supradivino, como algo fuera de las omniscientes
manos del Alto Mandatario, alguien independiente, libre. Esta espontánea libertad
de acción y pensamiento puede o no estar aprobada por el Jefe ―en realidad, eso
es irrelevante―, lo importante es el hecho de ser Eva una tentación sexual y
amorosa para Dios... tanto como para Adán. En esta línea, el gran pecado de la
dama original no fue la sublime tentación carnal de su compañero masculino,
sino la mundana tentación pasional de aquel Inmemorial Inventor que reina en
los cielos. El codicioso deseo de Dios por poseer a la mujer de su propio hijo,
el hombre, es tan extenso y efervescente que unos minutos después decide
arremeter tremenda violación corpórea sobre María, la mujer de José. La
incandescente ansia pasional hacia la joven María se torna insuficiente, puesto
que el vehemente anhelo verdadero fluye con dirección a la anciana Eva. En El amor supremo de Partida sucede algo
similar, con la pequeña diferencia de ser Lucifer quien hace justicia en
Partida mientras que es Adán en Plaza, Rafael y Miguel en Milton ―aunque no
estoy seguro de Cristo (aunque Milton es más creyente que los otros y menos
individualista que nuestra generación, en realidad no sé si me escribe con esa
intención pero yo prefiero leerlo con esta intención... intención y significado,
o sentido, habré de decir)―, y ninguno en Jodorowsky. En el último, Dios toma a
la mujer de José, después a la mujer de Adán y, al final ―como si fuera un delicioso
postre chocolatoso―, a la mujer de Zacarías. La idea es que el Regente Eterno
no es (o, al menos, no parece ―por ejemplo, en Milton―) un ser todo bueno y todopoderoso,
sino sólo un presto gerente con la autoritaria capacidad de dar órdenes y
asignar tareas a sus subordinados, mas no una gran fuerza inmortal o deidad
imparable e incomparable con la cualidad omnipotente de hacerlo todo él mismo.
El segundo, de De la Borbolla,
desdibuja la belleza inalcanzable de Eva y la retrata como un ser rapaz y
terrestre paralelo al macho de su especie. Eva ni es indomable ni se libra del
castigo y la mirada del Gerente. La comparable
diferencia característica en este texto es la rebeldía. En sentido estricto, no
es precisamente rebeldía lo que experimenta nuestra madre hembra, sino
autonomía; ella es independiente, posee criterio personal, inteligencia
crítica, pensamiento libre, decisión y carácter. Esto no se aleja de la Eva de
Milton, pero en uno piensa y desea por sí misma ¡y lo sabe... y lo acepta!
mientras en el otro piensa y desea por sí misma, pero no lo sabe sino hasta ser
obsequiada con el don de la sabiduría ―nótese
que, para De la Borbolla, sabiduría no es lo mismo que inteligencia y,
de hecho, entendimiento y pensamiento también son distintas entre
sí; en síntesis, no existen los sinónimos absolutos en el lenguaje; por tanto,
el sustentante de esta publicación (o sea, yo mero) está por completo de
acuerdo con dicho criterio lingüístico del autor.
Para Milton, tampoco hay mayor diferencia entre el hombre y la mujer, pero para
el lector de Milton ―sobre todo para el lector astuto y cuidadoso― Adán es un
autómata mecanizado designado para creer que cree con libertad y, en
contraparte, Eva es un ser indefinido que, en efecto, cree con total libertad.
Hay más qué
decir al respecto ―¡mucho más!―, pero este escritor ya se cansó. Si gusta
seguir pensando sobre este tema por su propia cuenta, ahí le dejo unas
recomendaciones:
Alejandro
Jodorowsky, Evangelios para sanar.
Antonio Plaza, Álbum del corazón.
Charles
Baudelaire, Les fleurs du mal.
Dante Alighieri,
De vulgari eloquentia.
Dante Alighieri,
La divina commedia.
Ismael
Rodríguez, Autopsia de un fantasma.
John Keats, The complete poetical Works
and Letters.
John Milton, Paradise Lost.
John Milton, Paradise Regained.
Lorenzo Partida,
El amor supremo.
Lorenzo Partida,
Para mi Santo Ángel.
Óscar de la
Borbolla, Las vocales malditas.
Óscar de la
Borbolla, Dios también juega a los dados.
Umberto Eco, Cómo se hace una tesis.