(Clasificación A // Rated A)
Salmo 23
El Señor es mi pastor, nada me faltará.
En praderas de delicados pastos me hará descansar
y conducirá mi alma hacia fuentes de tranquilas aguas.
Aunque camine por el valle de las sombras,
no temeré mal alguno porque tú estarás conmigo.
Tu vara y tu cayado me sostienen.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida.
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Oh tú, el más sabio y el más hermoso de los ángeles,
dios traicionado por la suerte y privado de toda alabanza,
príncipe del exilio que padece injusticia
y que, aunque vencido, te levantas más fuerte.
Tú que lo sabes todo, rey de lo subterráneo,
familiar curador de la angustia humana.
Tú que aún a los leprosos y a los parias malditos
despiertas por amor el gusto al paraíso.
Oh tú que de la muerte, tu vieja y fiel amante,
engendras la esperanza. ¡Que loca encantadora!
Tú que das al proscrito esa mirada, ¡calma!,
que en torno a un patíbulo condena a todo un pueblo.
Tú que sabes en qué rincones de tierras envidiadas
encierra el dios celoso las piedras más preciadas.
Tú, cuya mirada conoce los profundos arsenales
donde duerme sepultado el pueblo de los metales.
Tú, cuya larga mano oculta los precipicios
al sonámbulo que camina errante al borde de los edificios.
Tú que magníficamente suavizas los duros huesos
del borracho empedernido pisado por los caballos.
Tú que para consolar al hombre frágil que sufre
nos enseñas a mezclar el salitre y el azufre.
Tú que imprimes tu marca, ¡oh, cómplice sutil!,
en la frente de Creso, despiadado y vil.
Tú que pones en los ojos y en el corazón de las jóvenes
el culto por las llagas y el amor por los andrajos.
Báculo de exiliados, lámpara de inventores,
confesor de colgados y de conspiradores,
padre adoptivo de aquellos que en su negra cólera
arrojó del paraíso terrenal el dios padre.
¡Gloria y loor a ti, Satán! En las alturas del cielo donde reinaste
y en las profundidades del infierno donde vencido sueñas en silencio,
haz que mi alma un día, bajo el árbol de la ciencia, cerca de ti repose,
cuando sobre tu frente, igual que un templo nuevo, esparza su ramaje.
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Tú que eres tan solo una herida en la pared
y un rasguño en la frente
tú ayudas a los débiles mejor que los cristianos,
tú vienes de las estrellas y odias esta tierra
donde moribundos descalzos se dan la mano día tras día
buscando entre la mierda la razón de su vida.
Yo, que nací del excremento, te amo;
y amo posar sobre tus manos delicadas mis heces.
Tu símbolo es el ciervo y el mío es la luna.
Que caiga la lluvia sobre nuestras faces,
uniéndonos en un abrazo silencioso y vil
en que, como el suicidio, sueño sin ángeles ni mujeres,
desnudo de todo, salvo de tu nombre,
de tus besos en mi ano y de tus caricias sobre mi cabeza.
Rociaremos con vino, orina y sangre las iglesias,
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Padre Nuestro que estás en los cielos, ¿por qué te has olvidado de mí?
Te acordaste del fruto en febrero al llagarse su pulpa rubí,
te acordaste del negro racimo y lo diste al lagar carmesí,
arrojaste las hojas del álamo con tu aliento en el aire sutil,
has herido las nubes de otoño ¿y no puedes volverte hacia mí?
Caminando vi abrir las violetas, el falerno del viento bebí,
he bajado amarillos los párpados por no ver más enero ni abril,
he apretado la boca anegada de la estrofa que no he de exprimir,
¡y en el ancho lagar de la muerte aún no vienes mi pecho a oprimir!
Me negó quien besó mi mejilla, me vendió por la túnica ruin;
yo en mis versos el rostro con sangre, como tú, sobre el paño le di;
en la noche del Huerto me han sido Juan cobarde y el Ángel hostil.
Llevo abierto también mi costado y no quieres mirar hacia mí.
Ha venido el cansancio infinito a posarse en mis ojos al fin,
el cansancio del día que muere y el del alba que habrá de venir,
el cansancio del cielo de estaño, el cansancio del cielo de añil,
y ya perdido en la noche levanto el clamor aprendido de ti:
Padre Nuestro que estás en los cielos, ¿por qué te has olvidado de mí!?